A día de hoy, un mes después de nuestra llegada a San Cristóbal de las Casas, todavía no sabemos si es la arquitectura colonial de sus calles, el flujo de viajeros de todas partes que puebla sus esquinas, la variedad de vestimentas tradicionales indígenas que dan color a sus habitantes o la gran oferta cultural y de entretenimiento, lo que la convierten en una ciudad de obligado paso para todo aquel que quiera conocer los encantos del sur de México. Lo difícil de San Cristóbal es irte, ya que podrías estarte meses visitando sus iglesias, paseando por sus montañas e intercambiando historias y peripecias en cientos de lenguas diferentes. Por ello muchos de los que llegaron de paso y no pudieron escaparse de sus encantos, la renombraron como Sal si puedes de las Casas. Nosotros no pudimos ser menos, así que rendidos ante sus cantos de sirena, decidimos perder la semana con Paco y sus amigos.
De esta manera, el lunes conocimos a Natalia, una antigua amiga de Paco que llevaba seis meses viviendo en Aguas Calientes, ganándose la vida cantando flamenco. Los dos se habían encontrado en Cancún por casualidad, como suelen suceder las cosas en México, los días de la COP 16 en el campamento instalado por los anti-COP. Natalia viajaba con Víctor, todo un personaje alicantino que vino a visitarla un mes, y con Andrea, un italiano que llevaba un año viviendo en México. Aquí se truncaron nuestros planes de salir la siguiente semana hacia Guatemala, gracias a las maravillas que nos contó Andrea sobre el estado de Oaxaca y a la amistad que entablamos desde el primer momento con Víctor y Natalia. Esa noche disfrutamos todos de la hospitalidad de Paco y Chuy, su compañero de casa mexicano, hasta altas horas de la madrugada.
La mañana siguiente, aunque habíamos dormido poco queríamos visitar San Juan de Chamula, el pueblo de la Coca-Cola y el Posh, donde nada es imposible. Los habitantes del lugar, en su mayoría tzotziles, siguen conservando muchas de sus ancestrales costumbres, que con el paso del tiempo, la imposición del cristianismo, y la llegada de la globalización; han creado una nueva religión que mezcla un poco de aquí y otro poco de allá. Los hombres visten todavía sus casacas de piel de oveja, blancas o negras según la jerarquía eclesiástica; las mujeres visten la falda del mismo tipo y alegres colores en la parte superior. El sincretismo de religiones que practican hace de la iglesia de Chamula uno de los sitios más curiosos que jamás veremos, es toda una experiencia. El edificio es una antigua nave de color blanco, poco ornamentada por fuera, y que por dentro prescinde de los bancos para dejar un espacio diáfano recubierto de hoja de pino donde rezar arrodillados. Tal como entras en la iglesia, que una vez fue católica, te invade el olor a copal, un tipo de incienso muy utilizado por todos los mayas. Las dos paredes de los lados están recubiertas de vírgenes y santos encerrados en vitrinas, que te conducen hasta la figura de San Juan Bautista, colgado en el altar mayor. Al pobre de Jesucristo, le habían bajado de su habitual lugar, y le habían dejado apoyado sobre la pared, a los pies de San Juan. La antigua iglesia de Chamula fue derruida por un terremoto, por lo que la fila de santos de la pared de la izquierda, que eran los que allá moraban, tenían todos las manos cortadas como castigo por no haberles protegido.
La decoración no era nada exagerada para el ritual que pudimos presenciar una vez estábamos dentro. La mayoría de la gente rezaba en grupos de entre cuatro y seis personas, siempre con un hombre a la cabeza que es quien marca el ritmo del rito; aunque había algún despistado rezando solo. El primer paso se basaba en limpiar la hoja del pino de la parte del suelo donde se quiere orar; acto seguido el varón va colocando filas de velas, largas y finas, con una precisión de cirujano. Este paso puede durar casi una hora, y es que el rezo más largo que vimos, colocó unas 20 filas de entre 30 y 40 velas de diversos colores; siempre organizadas de manera simétrica, que una vez colocadas hay que encender. Entonces viene lo más extraño, al final de todas las velas colocan unos cuantos refrescos, casi todos Coca-Cola, y en el medio una botella de Posh, que se van bebiendo al final del rito. El Posh, es un destilado de maíz muy típico de la zona de Chiapas, que beben sin parar, supuestamente para hablar con Dios cuando ya están totalmente borrachos. Los refrescos son bendecidos porque llevan gas, y el gas según ellos, es lo que les provoca los eructos que sacan de sus cuerpos los malos espíritus. Los beben tanto, que directamente les llaman “agua”. La mezcla con sus antiguas creencias, hace que sean politeístas, y es que no veneran a Jesús, sino que le cada santo es identificado con un antiguo protector Maya; por lo que dependiendo las necesidades de cada uno, rezan a uno u otro para resolver sus problemas. Vamos, que como veis, tienen un cacao difícil de digerir por el Vaticano, del que se separaron hace unos 30 años.
Una vez asimilado todo este misticismo, la mañana siguiente fuimos a visitar a Cecilia, una amiga de Teresa (la madre del Gordo). Vive desde hace seis años en San Cristóbal, elaborando quesos curados, que no se producen en todo México. Su casa es una finca preciosa en el antiguo camino a Tuzla, donde tiene su propia fábrica artesanal, donde trabajan ella con una empleada lugareña. Nos puso al día de la actualidad de Chiapas y nos enseñó encantada cómo era el proceso de elaboración de sus deliciosos quesos, que aunque eran muy caros, no pudimos escapar la tentación de comprar unas cuñas para probarlos. Esa tarde compartimos los quesos con nuestros nuevos amigos en casa de Paco, planeando la que sería nuestra nueva ruta de viaje. Como ya comentamos previamente, nos apetecía conocer Oaxaca y compartir más tiempo con Víctor y Natalia, por lo que decidimos, que la mañana siguiente, por mucho que nos doliera, teníamos que despedirnos de San Cristóbal, e iniciar una nueva etapa del viaje con los dos nuevos fichajes.
Restos de la Guadalupana, San Cristóbal
Del jueves tenemos poco que contar, ya que el viaje de Chiapas a las playas de Oaxaca dura unas doce horas, que intentamos hacer en un día, para perder el mínimo tiempo posible. Eso sí, sirvió para consolidar nuestra amistad con los dos alicantinos y confirmarnos a nosotros mismos que habíamos hecho una buen casting de compañeros de viaje. Llegamos por la noche a la Bahía de Huatulco, en concreto a Santa Cruz, uno de los sitios más turísticos de Oaxaca y por lo tanto de los más caros. Por ello, aprovechamos el día siguiente en la playa, antes de partir para Zipolite. Al ser una bahía, el agua era una balsa de agua caliente, lo que nunca nos hubiésemos imaginado del Pacífico. Alquilamos unas gafas de buceo para nadar por la barrera de coral que cierra esta playa, donde podías sumergirte entre bancos de peces de mil colores llamativos, que en vez de huir de la gente, venían a comerse nuestra piel muerta como si fuésemos ballenas. De esta manera recibimos el primer masaje exfoliante totalmente natural. Para no gastar mucho dinero, comimos allí y después partimos hacia la parte más hippie de Oaxaca.
Ese fin de semana aprovechamos para disfrutar tranquilamente del mar de Zipolite, un pueblo de unas 1000 personas que se distribuye a lo largo de una playa de unos tres kilómetros. Lo especial del lugar, más allá de tener una de las pocas zonas nudistas de México, es su orientación perfecta hacia el sur, lo que hace que puedas ver tanto el amanecer, como el atardecer, por lo que se pueden disfrutar todos los minutos de luz que el sol ofrece cada día. Además, al estar en mar abierto, por fin tuvimos la sensación de bañarnos en el Pacífico, ya que las olas eran gigantes, de hasta cinco metros, que te volteaban a su antojo. Con miedo por la resaca del agua, fuimos metiéndonos poco a poco hasta perfeccionar la técnica del barrenado, cogiendo las olas con nuestro propio cuerpo para salir del mar. Las olas rompían bien adentro, lo que permitía a los lugareños ser expertos en surf y bodyboard, y a nosotros imitarles con más revolcones que gloria. Dicen de Oaxaca que es el estado mexicano donde mejor se come, y pudimos comprobarlo degustando sus famosas Tlayudas, tacos gigantes de pasta crujiente rellenos de todo tipo de carne a elección del consumidor; y probando el mejor Pozole que Natalia había comido en toda sus estancia en México, se trata de un caldo de pollo y verduras muy condimentado, que hecho de manos de una encantadora señora siempre sabe más rico.
Después de disfrutar de la playa una par de días, nuestros compañeros necesitaban partir rumbo a Oaxaca capital, ya que a Víctor se le acababa el tiempo y todavía le quedaba mucho por visitar. En el camino se cruzaban con San José del Pacífico, del que habíamos oído historias maravillosas, por lo que haciendo honor a nuestra filosofía del “¿Por qué no?”, decidimos acompañarles para despedirnos allí. Antes de empezar a subir, decidimos visitar la Laguna de Ventanilla, un precioso laguito al pegado a la playa del mismo nombre, donde se pueden apreciar tres tipos diferentes de manglares, y toda una colonia de tortugas y cocodrilos que pasaban a pocos metros de la barca en la que íbamos. La playa era muy curiosa, estaba siendo estudiada por geólogos de muchas partes, ya que todavía no saben cómo explicar la presencia de un 80% de hierro en la arena. Era impresionante, el guía tiraba un imán a la tierra, casi completamente negra, y lo sacaba rodeado de partículas del metal citado. Por la tarde partimos hacía San José, a tan solo 60 km de la playa, pero a 2800 metros de altitud. ¿Cómo puede ser? Muy fácil, la Sierra Madre mexicana, continuación de los Andes por el sur y las Rocosas en EEUU, se encuentra paralela al mar y con subidas de vértigo. Este fue el primer momento que vimos la fuerza de Ténesi, que subió con cinco personas hasta este pueblo, sin calentarse ni una sola vez. Es una proeza, ya que para hacer esos 60 km, necesitamos cuatro horas de subir sin parar.
A la noche llegamos a nuestro destino, y allí nos esperaban dos amigos de nuestros compañeros, que hace seis meses comenzaron a construirse una casa de adobe en la montaña, a modo hobbit, diferentes habitaciones terminadas en bóveda unidas por corredores. Allí tuvimos nuestro primer percance con Ténesi, al intentar llegar a su casa nos quedamos encallados en la tierra, ya que el camino era solo apto para todoterrenos. Después de colocar unas tablas y dejarnos los riñones empujando, conseguimos sacarla y decidimos abandonar para siempre los caminos de cabras. Nos hospedamos en casa de Doña Catalina, sitio de paso para todo viajero que pasa por allí. Se trata de una española de 70 años, que lleva toda la vida en México acogiendo gente de aquí y allá en su preciosa villa orientada al valle. Esa noche disfrutamos del eclipse lunar casi completo, marcada fecha del calendario Maya, con viajeros mexicanos, italianos, estadounidenses, coreanos y australianos. La vista desde el mirador de la casa era privilegiada, y eso que llegamos de noche y no se apreciaba casi nada. La mañana siguiente, después de ducharnos con agua calentada directamente por el fuego de una chimenea, nos dirigimos a perdernos por la montaña cercana, subiendo hasta casi los 3400 metros de altura que copaban la cima más cercana. Esa tarde sí que disfrutamos de las vistas, casi se llegaba a ver la playa al fondo del valle, y mientras se nos caía la baba solo con esto, las nubes comenzaron su descenso diario, para dejar la villa flotando en ellas, con un sol rojo imponente que parecía disfrutar del mismo paisaje desde el otro lado del valle. Posiblemente fue uno de los atardeceres más bonitos que jamás ninguno habíamos visto. Para celebrar el momento y el solsticio de invierno, ofrecimos a los demás una especie de arroz a la mexicana, cocinado por Pelón recordando las multitudinarias cenas de su casa de Madrid. La velada terminó encandilada por una guitarra española, y el precioso cante flamenco de Natalia mientras el resto hacíamos lo que sabíamos, que se basada en reír y dar palmas.
Flotando cerca del mar, San José del Pacífico
En los manglares, La Ventanilla
No queríamos que llegase el momento, pero la mañana siguiente nosotros debíamos partir a Mihuatlán, a una hora dirección Oaxaca, a parar en boxes e intentar poner los papeles de Ténesi a nuestro nombre, tarea bastante difícil en México, ya que cada estado tiene sus leyes al respecto. Nos despedimos con mucha pena de nuestros amigos alicantinos, y partimos para cambiar los frenos y los filtros de nuestra querida furgo, para así rejuvenecerla un poco y poder seguir creyendo en ella. La ciudad es el típico lugar de paso de entre la playa y la capital, vamos, fea como ella sola pero con todo tipo de servicios. Una vez hecho el lifting a Ténesi dormimos a la puerta de la oficina de tráfico para ser los primeros en entrar. Hubiese sido lo mismo, ya que no había casi ni empleados en el sitio. No tuvimos que esperar, pero tampoco pudimos solventar nada, ya que no disponíamos de dirección física en México, ya nos la sabíamos para la próxima. El enfado se nos pasó pronto, pues mientras comprábamos la cocina para poder cambiar el menú de tacos y tortas, nos encontramos de nuevo a Víctor y Natalia viajando en el coche de sus amigos. Nos pudimos despedir de nuevo, sabiendo que antes o después, y en uno u otro lugar, nos encontraremos de nuevo a esta pareja de genios; y es que uno de nuestros primeros aprendizajes del viaje es saber que las cosas suceden porque tienen que suceder, llamándose casualidad o destino según las creencias de cada cual. Después de muchos abrazos y besos, otra vez en ruta rumbo a pasar nuestras primeras Navidades playeras en la costa del Pacífico. Aquí termina la etapa con Víctor y Natalia, ¿Quiénes serán los próximos fichajes que viajen con Ténesi?